Exilios

La mañana ha avanzado rápidamente, ya casi es mediodía. Salgo a la calle aturdido por una incipiente resaca y empiezo a caminar con una fuerte sensación de descenso. El aire se llena poco a poco de los olores habituales, excrementos y orines de mascotas y sonámbulos que delatan ciertas presencias la noche anterior, gases de autos llenos de desesperación, el aroma de maná rancio despedido sin misericordia hacia los transeúntes desde algún apartamento. Mientras tanto, no puedo dejar de observar los brotes de maleza que se cuelan entre las grietas de las paredes, de los andenes, del asfalto y en las bases de los postes de luz que, a pesar de ya no ser necesario, permanecen encendidos.

Entro a la cafetería de siempre, busco el lugar más apartado y mientras espero el primer café del día observo unos granos de azúcar esparcidos entre un dispensador de servilletas de acero -que refleja mi rostro con un efecto semejante a un lente ojo de pez- y un cenicero vacío al borde de la mesa, que parece esperar un movimiento fortuito que lo lance al piso para poder por fin romperse en pedazos. Un viejo ventilador cruje en el techo, y sus aspas oscurecidas por el polvo y restos de telarañas de vez en cuando pierden el ritmo y señalan –lo sé, es imperceptible- hacia un reloj sin minutero que da la impresión de estar pintado (o estrellado) en la pared. Enciendo un cigarrillo y siento nostalgia por el sonido de un saxo tenor mientras el humo de la primera calada se desvanece. En ese momento siento su presencia.

Está sentada en frente, dos mesas más allá. Su mirada se pasea entre un libro abierto, sus uñas, una taza azul de porcelana y una pulsera de cuentas barata que hace estremecer con un ligero movimiento de la muñeca. Tal vez quiere ser una isla, quizás de hecho es uno de esos hatos inmensos que tras horas y horas de recorrer terminan en cercos de madera y alambre de púas. No puedo sentir en ella la indiferencia que tienen las personas que acuden a sitios públicos y que en realidad es un grito desesperado contra la pared de algún callejón pidiendo la limosna del diálogo más precario, una mano extendida esperando un cruce rápido de miradas, un fugaz intercambio de ausencias y pesadumbres.

Por unos segundos –creo, es posible-, me observa. Entiendo que no ve nada, que no dejo de ser más que un objeto de la utilería de aquel lugar. Tal vez me percibe como algo que rompe con el continuum del paisaje, una interferencia sin importancia que se nota y se pasa por alto. Yo, por el contrario, no puedo apartar la mirada. Siento que mis ojos están anclados, sujetos a un pesado lastre en un mar profundo -los rostros son como las pinturas. Hay algunos que se ven y quedan vistos, su realidad visual se revela patente y manifiesta. Cuando se les mira, la visión termina, se agota, se han acabado de ver. Hay otros, sin embargo, que nunca quedan vistos del todo. Se les puede estar mirando indefinidamente, uno siente la impresión de avanzar, ojos adentro, hacia profundidades inagotables-.

Los minutos pasan, y creo asistir a la proyección de un corto mal editado, una sucesión de imágenes sin sentido yuxtapuestas sólo para rellenar un espacio en el tiempo y evitar así –tal vez- el vértigo. Siento que han pasado horas, pero aún no hay café sobre mi mesa, aún fumo el mismo cigarrillo. Trato de moverme sobre la silla, un movimiento reflejo para asegurarme que todavía sigo allí.

Levanta un bolso que al parecer estaba a su lado sobre el piso y que desde mi posición no podía notar. Miro hacia la puerta y mientras decido el tiempo que tardaré en irme del lugar, saca unas hojas -parecían cartelitos tamaño carta- y las coloca sobre la mesa. Luego, al tiempo que se desvanece el humo de algún cigarrillo, me doy una cuenta que ha colocado uno para que yo lo leyera –es decir, como si de antemano hubiese calculado el sitio en que debía estar para que yo pudiese verlo sin dificultad desde mi perspectiva. La misma ausencia, la misma ceguera, el abismo, escrito en letras negras, gruesas, como de molde. Ninguno de sus movimientos invitaban a la ambigüedad, sus gestos alejaban la posibilidad de un juego.

Luego recogió sus cosas lentamente, como si fuese un ritual, como si sus movimientos tuviesen un orden preestablecido. No quise verla partir, supongo que se alejó y al cruzar la puerta su imagen se multiplicó hacia adelante y hacia atrás para acompañarla en una fila india, en una procesión que creo yo –no sé por qué-, se merecía. No tuve tiempo de pensar, no hubo tiempo para camuflar nada, una hoja había quedado abandonada.

Me levanté y me acerqué a su mesa –era su mesa-, y leí lentamente, una y otra vez, no para cerciorarme que aquello fuese cierto, sino para asegurarme que lo recordaría en otro momento, sin dudar, sin titubear. El alma tiene límites. Escrito a mano, con tinta roja, con trazos gruesos de pincel, como si fuese un dibujo. Me senté y miré hacia la puerta, esperando que regresara por lo que había olvidado. Había –también- un cenicero cerca del borde, y un movimiento torpe de mis manos hizo que se deslizara y cayese al piso estallando en mil pedazos. Cerré los ojos y me pregunté si agradecerían los cristales la mano amiga que los rompe -quizás los objetos, al igual que las personas, tienen cierta nostalgia, cierto anhelo que los impulsa a buscar la entropía-.

Ahora, mientras observo la ciudad desde algún balcón, tengo dificultad en precisar si fue un sueño persistente, algún párrafo perdido en una oscura página de un libro o simplemente un relato robado por mi memoria durante una de muchas aburridas reuniones con mis amigos. Aunque debo confesar que no es importante, después de tanto tiempo. Llega un momento en que las precisiones, el afán por el detalle, ya no tienen sentido.