¿Ves la tina de baño?

I.
Como siempre, antes de visitarlo los sábados en la mañana, camino un poco por la calle donde solía vivir José, haciendo, tal vez, una especie de comunión con el pasado. Es una calle tranquila, de poco tráfico, cerca de la estación St-Lazare y el Palais Royal, una calle con enormes postes de luz Art Nouveau, que alguna vez debieron ser de gas. Vistos desde una esquina, y en perspectiva, parecen menorahs a la deriva.

Enciendo un cigarrillo y miro hacia el quinto piso de alguno de los edificios, pensando que después de tanto tiempo no es necesaria la precisión. Todos los apartamentos tienen la misma oscuridad, el mismo color ocre en las paredes. Madame Martin, la conserje, me sonríe desde la acera de enfrente, y me invita un café, siempre. Para ella todos los extranjeros latinoamericanos somos porteños, y me recuerda sonriendo que en su juventud la confundían con Juliette Greco. Yo sonrío también, recordando un argentino que tarareaba Paname…es un mundo de infinitas casualidades y permutaciones.

Debo ir a la Gare du Lyon, hacer empalme a Vincennes. Mientras camino recuerdo que José me comentó (o mintió) que en uno de esos edificios habían asesinado a Marat. Empieza a hacer algo de frío, y recuerdo su dedo índice señalando hacia arriba, perdiéndose en alguna parte. Sabes, me decía, cuando David exhibió por primera vez el cuadro de Marat asesinado, en la Galería Nacional, exhibió también la tina de baño original… ¿es macabro, verdad?

II.
Siempre me detengo frente al jardín de una bella casa cerca del sanatorio. Una vieja señora, con sombrero de paja, siempre ve mi asombro y siempre me dice: son violetas enanas. Siento una leve brisa en mis mejillas, recuerdo que es otoño. Las violetas morirán pronto.

Un enfermero me sonríe desde un escritorio, creo que alguna vez conversé con él. Ya no son necesarias las formalidades, parece decirme con la mirada. Yo le agradezco con la mano y sigo mi rumbo.

Abro la puerta lentamente, tratando de no hacer ruido, tal vez duerme aún. El cuarto está oscuro, las ventanas tienen las persianas abajo. Desde la cama José me sigue con su mirada.

Lo he sentido varias veces, me dice. Lo he sentido.

Me siento a su lado, y le abrazo fuertemente. Puedo sentir que tiembla. Recuerdo dos fotos de Greta Garbo, me dice. Son básicamente la misma foto, pero el concepto es diferente. Una de ellas es un fotograma del final de Queen Christine, el famoso final. La reina esta parada en la proa del barco, recostada, mejor, sobre una de esas figuras que usaban las proas de los barcos de aquel tiempo. Mira hacia el infinito, y el viento mueve suavemente sus cabellos. La cámara se detiene, se regocija en ella, nosotros observamos maravillados.

La otra es un fotograma de la filmación de esa escena. Se ve a Greta Garbo sobre la proa, el mismo gesto, el mismo no pensar en nada. Frente a ella las luces, las cámaras, el cameraman, y el director, Rouben Mamoulian...

¿Tú lo has sentido?, me pregunta. Pasa lo mismo que con el cuadro de David… ¿Ves la tina de baño?

Barajas

Colocó el revólver sobre la mesa. Se sirvió un trago, y barajó las cartas lentamente. Luego me miró.

- Horror es la última palabra que pronuncia Kurtz, antes de morir, en Heart of Darkness, de Konrad. -– dijo. Su mirada era neutra, traslúcida. - La pronuncia Kurtz también al final de Apocalypse Now de Coppola. ¿Cuál es el horror de Kurtz?

Yo también me serví un trago.

- Horror sintió un amigo mío, cuando, al visitar un pueblo andino, no encontró en ningún sitio un refresco para tomar. –dije.

Sonrió. Bebió de su copa y fue colocando, una a una, cinco cartas sobre la mesa.

- Cortázar nos invita en 62 Modelo Para Armar a imaginar el horror de cada uno de los personajes al escudriñar el relleno de una muñeca. De forma parecida lo hace Buñuel en Belle de Jour, cuando el personaje de Deneuve tienta a sus oscuros amantes a mirar el contenido de una pequeña caja...cuyo contenido, obviamente, nunca vemos. –dije.

- Cada quien tiene su horror propio. –dijo.- ¿Cuál es el tuyo?

Miré las cartas.

La Cita

La cita era esta vez a las 10 de la noche. Carlos se duchó temprano, y buscó sin prisa en su closet un jean y una franela negros. No usaría colonia, aunque sabía que tendría que soportar ciertos olores desagradables.

Se sirvió un café, miró el reloj y comprendió que todavía tenía bastante tiempo, que podría sentarse en el sofá y relajarse un poco. Hubiera preferido una cerveza, talvez un brandy, pero esas citas exigían a veces estar alerta, y el licor sólo promovía la distracción. Un cigarrillo no sería problema.

Salió a la calle, y se dirigió a la estación del metro. El vagón estaba casi vacío, una que otra pareja que regresaba del cine, tal vez. El sonido de los rieles, las luces que se perdían en los túneles, parecían tener un ritmo acompasado, y le ayudaban a contar las estaciones. Era el momento de descender.

Caminó por las calles oscuras, débilmente iluminadas, siguiendo una ruta que le era ya conocida. Al divisar la casa sintió aumentar su temperatura y su ritmo cardíaco. Siempre se sentía mal en esos momentos, parecía que nunca, que nunca se acostumbraría a esos preliminares.

Rodeó la casa, y buscó la puerta trasera, que estaba, como siempre, entreabierta. Una antorcha ardía lentamente, mortecinamente, en el fondo del patio. Carlos logró reconocer a varias personas. Sintió que innumerables ojos lo examinaban.

Alguien le ofreció una capa, y pudo ver que ya habían abierto varias tumbas. Algunas personas hablaban en voz baja.

- Siempre llegas a tiempo –le dijo uno de sus amigos. Carlos sonrió. Ya empezaba a sentirse relajado.

Los Falsos Positivos del Ejercito en Colombia: El Horror de Intolerable Realidad

La historia es sencilla, con una trama, actores y unos escenarios lo suficientemente simples como para ser contada en pocas palabras. Esa simplicidad que no conjura las palabras, que no se viste de adjetivos y que rehuye a las metáforas para evitar así cualquier posible trascendencia, pues su intención es algo más profundo, más siniestro: no ser percibida, no ser entendida, no ser palpada, perderse en el más vasto y total vacío, en un perfecto camuflaje que logre que pasemos frente a ella y no nos percatemos de su presencia.

Es una historia sencilla, simple, que se ha repetido y se repite una y otra vez: un hombre gris cuyo único equipaje es la promesa de un trabajo no muy claro pero lo suficientemente bien remunerado y tentador como para no ser rechazado, sale en busca de jóvenes desempleados, desesperados, que viven rodeados de esa miseria que algunos llaman una cachetada a la humanidad. Les ofrece una luz, esa esperanza que seguro presienten que existe pero a la que nunca le han visto la cara, los convence entre cervezas que van y vienen, entre música y sonrisas. Luego, seguramente con una fuerte resaca y con el sol apenas saliendo, los transporta lejos, lo suficientemente lejos tal vez con la esperanza de no dejar huellas. En algún momento se encuentran en algún paraje rural donde son fusilados por miembros del ejército, se les plantan uniformes y armas, y son reportados como guerrilleros caídos en combate. El hombre gris recibe una buena suma…los soldados y oficiales son premiados con buenas recompensas por el gobierno.

Es una historia que no tiene esa melancolía casi poética que nos producen las historias góticas de terror, ni esa tranquilidad casi ontológica que podemos usar como excusa para explicar y a la vez redimir nuestros pecados al pensar que somos descendientes de crueles deidades que se pierden en la oscuridad de los tiempos más lejanos…Es una historia limpia, sin ambigüedades…No es el relato irónico, casi humorístico de unos infelices ladrones de cadáveres perdiéndose en la noche de los subterráneos de Glasgow . No son campesinos rumanos decapitando los cuerpos en descomposición de sus seres queridos, profundamente aterrados ante la posibilidad de que se conviertan en vampiros…no es la crónica de un desquiciado asesino en serie. No es el folklore del chupacabras…

Es Ana Arendt tratando que entendamos la banalidad del mal. Es Darwin confesándole a un amigo en una carta, profundamente preocupado, que no logra imaginar que diría el capellán del diablo frente a los horriblemente crueles trabajos de la naturaleza…son los musulmanes torturados en las cárceles de Bush, las mujeres afganas desfiguradas con ácido que nos miran, inmutables, como figuras de cera destruidas lentamente por el calor del fuego…es el cura que diariamente da misa y que diariamente también abusa sexualmente de niños indefensos…es la realidad que hace pedazos al personaje de ese hermoso y perturbador cuento de Bolaño…

Es probablemente el vacío total, esa repugnante sensación que nos queda después de esa recurrente pesadilla en que caemos y caemos…sin nunca tocar fondo. Es tal vez la excusa de anacoreta, del ermitaño para huir, para retirarse, para apartarse, para hacerse a un lado. Es el motivo por el cual William Blakestone, ese leitmotiv de Lowry, se fue a vivir con los indios…es el lacrimógeno meme de gloomy Sunday, el meme del efecto Werther…

Quizás sea ese terror que nos provoca la teoría cuántica cuando nos cuenta que existen infinitas dimensiones en que somos los mismos, ejecutando infinitamente variaciones de nuestros actos...es el terror al espejo, de vernos reflejados en el otro y reconocernos a nosotros mismos…esa certeza de que estamos en un viaje desesperado hacia ninguna parte…es la certeza de que lo importante en la vida no es cómo comienza, ni cómo termina, sino el tránsito, el periplo, lo que se camina…ese deambular que nos enfrenta, día a día, con ese horror de intolerable realidad.