Colores

I.
Empezó a caminar bajo la lluvia despacio, sin prisa alguna. Un vapor grasiento, miserable, se apoderaba de las calles, mientras las luces de los autos y los postes lanzaban al aire colores desteñidos, borrosos, serpentinas deshilvanadas de alguna fiesta pasada hace mucho tiempo. A lo lejos se podía entrever la silueta del hospital, un viejo barco a la deriva, herido por el moho y la herrumbre. Con cada paso que daba, el tufo de la ciudad cansada, abrumada, somnolienta, le dificultaba la respiración.

Los zapatos, de suela delgada, estaban ya humedeciéndose. Miró la hora en el reloj, aún era temprano, aún estaba a tiempo. Se detuvo frente a la entrada principal del hospital. Detestaba esos sitios, detestaba también las funerarias, los cementerios. Detestaba el olor a flores descomponiéndose, a tierra removida, el olor engañoso de los pisos recién lavados.

Una enfermera le observaba detrás de un inmenso mostrador, mientras jugaba con una bolígrafo barato. Su mirada era gris, terrosa, y su rostro tenía ese rictus de desesperación que sólo se adquiere después de muchos años de limpiar y lidiar con la inmundicia humana. Tuvo la impresión de encontrarse en el vestíbulo de algún miserable hotelucho, a la hora equivocada, el día equivocado, la noche equivocada.

II.
Al ver el hombre yaciendo en la cama, indefenso, anclado a éste mundo por aparatos eléctricos, tubos azules y catéteres recordó cuánto lo odiaba. Los malos recuerdos llegan de repente, sin previo aviso, son los destellos intermitentes de las luces de las patrullas al romper la penumbra de los cuartos a través de las ventanas.

Pensé que no vendrías, dijo. Su voz ya olvidada ahora era ronca, fría, parecía provenir de una caja de madera vacía.

Usted sabe que ésta situación me asfixia…

Siempre había creído que no había peor escenario para sentirse mal que un hospital. Además no tenía mucho que decir, las excusas y las explicaciones, las razones y las decisiones parecían haber desaparecido de sus bolsillos. Lo poco que quedaba de la lluvia en su cuerpo era lo único cierto.

Afuera, en el pasillo, alguien había pasado corriendo, en puntillas. Recordó un sueño que había tenido hace poco. Un hombre nadaba en el mar. Cada vez que salía a descansar en la playa, todo era diferente. Unas veces arena y piedras, otras veces palmeras, selva tropical. Volvía a nadar, salía, ésta vez niños jugando, ancianos tomando sol, perros correteando.

Las encontré hace tiempo, dijo. No te abrumaré con detalles, creo que ya son innecesarios. Sólo te contaré algo que me pareció curioso. El hombre que las tenía, el supuesto custodio, era un anciano harapiento, decrepito, que sonreía estúpidamente todo el tiempo. Pensé que alguien me hacía una broma macabra. Pero no, eran las verdaderas…

Cuando llevas tiempo buscando algo, y lo encuentras, todo parece perder sentido. Es como si lo importante fuese el camino, las cosas que se pierden en el trayecto, los cristales que se rompen, el recuerdo de un lugar que se ha visto desde lejos y que pasamos por alto. El polvo que levanta el viento, las hojas secas.

A pesar de la enfermedad parecía estar tranquilo, su rostro no estaba demacrado y sus ojos brillaban, aunque la poca luz de la única lámpara del cuarto podía estar engañándolo. Los crepúsculos hermosos, naranjas, rojizos, ocres, son producto de la atmósfera contaminada.

Ahora me sirven de poco, es obvio. Por eso te mandé llamar. Quiero que las conserves. Están en una caja. Señaló una maleta que estaba en un rincón, llena de etiquetas y de un color indefinido. Lo que hagas con ellas no me importa…

¿Qué queda de un color cuando ha sido desteñido por el tiempo? Ese azul, rojo, verde, antes fuerte, definido, intenso, ahora parece borroso, una huella de sí mismo. Son colores decadentes, desvaídos, pero sabemos lo que fueron, recordamos sus horas de esplendor, pero estamos conscientes de su presente ruina. Al ver los colores desteñidos no podemos dejar de sentir cierta pesadumbre.

Abrió la maleta y tomó la caja. Aunque no lo estaba mirando, pudo percibir que sonreía, tuvo la sensación de una sonrisa.

III.
Salió del hospital. Había que rehacer los pasos recorridos. La lluvia había cesado, y ahora una brisa débil le acariciaba el rostro mientras caminaba. La luna aún no se atrevía a salir, el cielo continuaba invadido de nubes grises, pesadas, perezosas.

Al llegar a la esquina observó un contenedor de basura. Se acercó y lanzó la caja. Un gato gordo se lamía las patas, indiferente, tal vez preparándose para una noche de pillaje y vagabundeo. Sintió de pronto la necesidad de tomar algo, fumarse un cigarrillo, conversar con alguien sobre algo sin importancia en la barra de algún bar.

En el cielo ya empezaban a aparecer algunas estrellas.

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