Cuadrantes Fantasmas

En el edificio de enfrente, en algún apartamento que su mirada rehuía precisar, se celebraba una noche de walpurgis. La música parecía estar llena de sudor, y el viento como un miserable secuaz la derramaba por el ambiente con la puntería del vaho y el susurro molesto. La luna se asomaba indiferente, perseguida apenas por un puñado de nubes travestidas de platino y bisutería barata sobre un fondo de cielo que quería apostar esta vez por el terciopelo negro desteñido.


El brandy en su copa, a pesar del calor de la mano,  se negaba a soltar sus aromas. Sus pasos a través de los cuartos escapaban al eco, y hasta las sombras parecían rebelarse a ser estiradas, a ser estrelladas contra las paredes. Al echarse en el sofá aceptó, sin preocuparse, que no era momento para precisiones. La pequeña sala, aún forzando la perspectiva, se difuminaba en líneas inacabadas, se quebraba en fragmentos geométricos sobre puntos de carboncillo. Los ojos abiertos ya no eran un síntoma, y la respiración, las manos yendo y viniendo, los giros de la cabeza, alejaban el asombro, dando bienvenida a la angustia con indiferencia.


Tenía la impresión, al escudriñar su entorno, que el escriba que esculpía pacientemente en la piedra su historia había huido, dejando todo a medio camino, al borde del abismo de las improbabilidades. Sentía que al partir, en su afán, las puertas habían quedado abiertas para las anomalías. Forzadas por algún viento errante, las perturbaciones habían entrado disfrazadas de detalles ínfimos, enmascaradas en pequeñas discontinuidades que no se acumulaban, que no abrumaban. Al cerrar los ojos tenía la impresión que lo inminente no era suficiente, que la inmediatez no bastaba. Al volverlos a abrir y observar la secuencia de muebles, de aparatos inútiles acumulados por el tedio sólo para llenar vacíos, tenía la impresión que el aliento se ralentizaba.


Al levantarse entendió el vértigo como un llamado al inframundo, el destello en los ojos como garras hirientes de deidades antiguas reclamando atención desde la profundad de los tiempos más remotos. La botella en la mesa exhibía con orgullo su puesto ganado por la cotidianidad, y su libreta de apuntes abierta llamaba con insistencia cosas perdidas detrás de las cortinas, olvidadas bajo el escritorio, cubiertas por el tapete. Empezar a caminar eran eternos renaceres, siempre aburridos, siempre monótonos. Había que regresar al balcón, a buscar la brisa, la masturbación de la calle a veces era la única vía de escape.


En el edificio de enfrente, en algún apartamento que su mirada rehuía precisar, se celebraba aún una noche de walpurgis. El silencio era total, pleno de acordes ocre y melodías malva. Dos lunas, emulando enormes tetas de cabaretera, atravesaban impúdicas el firmamento, acompañadas por abultadas nubes magenta y púrpura que vagaban sin rumbo en la infinidad de la bóveda nocturna. Los cuadrantes fantasmas insistían en regresar.





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