Horizonte de Eventos

I

Al ver bajar a Carlos por las escaleras haciendo sus piruetas habituales  no pude menos que sentir cierta desazón. Desde hacía algún tiempo había adquirido la costumbre, según él algo ingenioso, de caminar emitiendo mensajes aleatorios en morse. A veces palabras simples, a veces frases largas más elaboradas y complejas, todo según el humor que tuviese en el instante. Esa tarde repetía una y otra vez tres pasos cortos, tres pasos largos, tres pasos cortos, siempre sonriendo, siempre festejando.


Una desazón que no era solamente por su auto celebrado ingenio, sino porque, de alguna manera, hacía evidente el profundo terror que durante toda mi vida había tenido por las repeticiones. No por las obvias, las que al ser tan regulares se nos hacen imperceptibles, sino por las que reforzamos conscientemente, desde los tics y los hábitos más aburridos y tediosos, hasta las que perversamente convertimos en caricatura al resaltar enfáticamente su inutilidad y nuestro lado más obscuro y siniestro. Al verlo descender escalón por escalón, sentía renacer en mí el horror a las repeticiones finitas de nosotros como materia frente a un espacio tan vasto e infinito, tan embriagador pero al mismo tiempo sencillamente espantoso.


Tras terminar su desfile lanzó al aire una soga, que cayó al piso convertida en serpiente revolcándose en estertores agonizantes. El momento no era feliz, y tal vez mi gesto de desagrado hizo que Carlos alejara la sonrisa de su rostro. Se sentó a mi lado, y su cercanía hizo que lo imaginara alzando la mano y clavando un puñal, una y otra vez, como lo habían hecho tantas manos a través de los tiempos, y como lo seguirían haciendo en el futuro una y otra vez. Los escenarios se multiplican, se reproducen eternamente, y siempre tendrán detrás de sus cortinas un revólver presto a dispararse, un cuchillo anhelando penetrar la carne distraída. Por mucho que se limpie, sobre el suelo eternamente se podrán percibir gotas de sangre, trazos que se niegan tercamente a desaparecer.


II


Bajó las escaleras saltando, tal vez evitando el crujir de los viejos tablones de madera que solían quejarse hasta con las más mínimas variaciones climáticas. Hubiese querido bajar rodando por el pasamanos, como lo había hecho tantas veces en su infancia, pero la estructura era ya frágil, descolorida y desgastada por los años. El color caoba sólo se percibía en algunas partes, como las heridas cicatrizadas que apenas se distinguen por ligeras variaciones del tono de la piel, por pequeñas rugosidades sobre una superficie antes uniforme.

Se detuvo  y observó el cuerpo que yacía boca arriba cerca del sofá, sobre un profundo charco de un rojo casi infame. Se acercó y lanzó la soga lejos, no quería que se manchase. Se quitó la camisa ya pegajosa por el sudor, y corrió la cortina de la ventana para cerciorarse que la calle aún continuaba vacía. En el jardín sólo algunas rosas movidas por el viento parecían notar su presencia, mientras las demás flores y el césped recién cortado permanecían indiferentes. Se sentó en el suelo, al lado derecho del cuerpo, el único espacio seco gracias a la gravedad. Parecía haber un desnivel que empezaba en el primer sillón y se extendía hasta la pared que partía en dos la puerta del comedor. Un delgado hilo carmesí se había abierto camino lentamente hasta una de las patas de la mesa esquinera, sin llegar a tocarla.


El puñal estaba cerca. La superficie de acero pulido deformaba su rostro, lo quebraba en tres pedazos, alargándolo, estrechándolo, haciendo muecas involuntarias. Agobiante escena cuando todavía tenía bastante trabajo por hacer. Tal vez terminaría en una o dos horas, y ya estaba anocheciendo. 


III


Bajé las escaleras tratando de evitar los escalones sueltos. De niño siempre bajaba deslizándome por el pasamanos, y terminaba rodando por la sala y estrellándome contra alguno de los viejos sillones. En las vacaciones, cuando íbamos al campo, me lanzaba desde alguna pequeña colina y dando vueltas casi interminables me detenía sobre algún charco o sobre algún montículo verde oscuro dejado por las vacas. Esta vez un cuerpo boca arriba cerca del sofá era el que parecía establecer los límites del vértigo, sobre un tapete líquido que se extendía hasta el aburrimiento y parecía gritar que el juego había terminado.


Siempre sentía que estaba al borde de un barranco, y bajar era recorrer siempre un declive, pasar por muebles que parecían árboles de algún bosque petrificado, hasta llegar a la puerta que siempre prometía algo de luz, algo de aire de fresco. Me quedaba en el salón para escuchar música los días lluviosos, los días de castigo, las eternas horas que nunca acaban cuando estaba solo. Era entonces cuando tenía la certeza que la vida era así, abundante en melodías y armonías contundentes, objetivas, incuestionables, premonitorias, que a medida que se desarrollaban iban dictando su ineludible sentencia. Me daba cuanta con pesadumbre que recordamos las melodías como la presencia evidente, mientras olvidamos las armonías porque no las podemos silbar, ni siquiera tararear. Y son precisamente las armonías las que más dolor provocaban, las que producen daños más permanentes. 


Tenía bastante trabajo por hacer. Tal vez terminaría en una o dos horas, y ya estaba anocheciendo. Tenía que salir y revisar la cajuela del carro aprovechando la poca luz que quedaba, buscar además algunas sábanas y algunas herramientas. Sentía un fuerte dolor en la nuca, y me recosté en el sofá. En momentos así tenía la sensación, bastante recurrente, que todo lo que hacía era para asegurarme, de algún modo, que no existiese en este mundo pedazo de tierra que aceptase mi cuerpo cuando fuese la hora de desecharlo. La última certidumbre que hacía falta para asegurarme que el espejo se quebraría en pedazos tan ínfimos que ninguna imagen mía tendría espacio suficiente para reflejarse, que mis gestos no serían repetidos por algún pedazo de carne, hueso o cartílago en un futuro que no añoraba y que se me antojaba profundamente repugnante. 



1 comentarios:

Solange Noguera dijo...

Hola...

Me hiciste reflexionar sobre las repeticiones. De niña eran manías mentales, pensar palabras, luego una y otra vez separarlas en sílabas con la ayuda gráfica de mis dedos, podía ser muy recurrente en esto. Ahora de mucho más grande, lo recuerdo y me da por repetirlo aunque no con tanto frenesí.

Narración que colma los sentidos, por momentos sorprende la ingenuidad al imaginar a Carlos, el aroma de una infancia pasada, el deslice por el pasamanos de la escalera, por el otro sorpresa, angustia, ante el cuerpo sin vida. Energía y el estar inerme...dos contrapuestos.

La música para mi es magia, eleva, mueve internamente, los acordes y las voces en ocasiones se inoculan y efervecen los sentidos. Gratos recuerdos aprecié en ese fragmento.

Jarapa... post complejo, tiene una invitación permanente a recrear, a construir escenarios, gracias, al final...¿quién dijo que los sentimientos son sencillos?

Muchos saludos